14 de febrero de 2010

El refinado arte de la de vendetta

Se llamaba Josechu Vegaña, y era un tipo mezquino y vengativo, muy mezquino y muy vengativo. Tenía un trabajo de lo más vulgar, pero estaba dotado para las manualidades, el bricolaje y la conspiración intimista: se pasaba las horas tramando malvadas revanchas contra toda aquél que creía que intentaba dañarle, a veces incluso contra cualquiera que se le cruzase en la calle. Sus compañeros de trabajo le odiaban, aborrecían su manera servil de comportarse, su terrible mirada bizca y sus gestos falsos. Un día, sin previo aviso para Josechu, cuando éste descendía en el montacargas, fue abordado por un grupo de ellos, lo acorralaron dentro del reducido espacio y le propinaron una terrible paliza. A consecuencia de semejante barbarie tuvo que ser hospitalizado durante más de un año, quedándole secuelas de por vida: una ceguera del ojo izquierdo, una cojera pronunciada de la pierna derecha y un tartamudeo nervioso. La investigación que prosiguió a la denuncia formulada por el agredido no prosperó, ya que todos sus compañeros, tanto los que habían perpetrado los hechos como los que sólo sabían del asunto, decidieron cubrirse con sus declaraciones pactadas, así que todo quedó en nada. Josechu Vegaña fue trasladado a otra sucursal, lejos de su puesto de toda la vida. Ahí comenzó de nuevo, como si fuese un nuevo empleado, aprendiéndolo todo desde su inicio. A los dos meses de la incorporación a su tarea llegó a sus oídos, a través de la charla de unos compañeros, el horrible suceso ocurrido en su anterior sucursal. Luis Lemóniz, el encargado, había pasado una noche entera agonizando al ser atrapado entre el montacargas y el suelo del piso. Nadie comprendía cómo podía haber sucedido semejante hecho luctuoso. Tres días después, otra noticia, Jaime Campozaño, otro de los integrantes de la vieja sucursal, apareció con brazos y piernas seccionados, convertido en un tronco patético y sufriente. Sus miembros estaban colocados en una caja, a su lado. Todos comentaron la horrenda agonía que debía haber acompañado al pobre difunto. Tres días más tarde, Rosa Estevánez, la secretaría, y una de las que había declarado que cuando le propinaron la paliza a Josechu todos estaban reunidos en una convocatoria del equipo de mejora, encontró a Jaiemiño, el cerdo (así le llamaban por lo poco dado que era al aseo personal), colgado de una de las vigas. Su rostro morado y sus pantalones sucios indicaban que no había muerto inmediatamente, sino que había sufrido una larga agonía debido a un nudo corredizo intencionadamente mal realizado. Los medios de comunicación comenzaron a ocuparse del asunto. La policía carecía de pistas, aunque sí tenía un sospechoso claro: Josechu Vegaña. Pero éste tenía coartada, y sólida, para todas y cada una de las fechas en que se habían sucedido los asesinatos. Aun así, fue puesto en prisión preventiva; quizá los investigadores pensaron que pararían los asesinatos. Pero no, no fueron capaces de detenerlos, pese a colocar vigilancia en la sucursal, pese a poner guardaespaldas a los restantes trabajadores, no lo lograron, las muertes parecían sucederse con el mismo intervalo de tres días, siempre por la noche. Los cuerpos sufrientes, mutilados, horrendamente dañados, aparecían inevitablemente en el edificio de la sucursal. Así hasta que no quedó ni uno solo de los empleados de aquélla. Sólo entonces se terminó todo. El misterio continúa todavía hoy, veinticinco años después; todavía hoy, Josechu Vegaña, mientras cojea al ir al trabajo, sabe que el ángel exterminador no perdona, que busca la venganza. En una nave alquilada hace veinticinco años, once meses y trece días, lejos de la capital, en un viejo polígono industrial, descansan oxidados los materiales, algunos todavía con viejas manchas secas de sangre. La nave continúa todavía a nombre de Gimena Onieva, mujer de fuerte carácter, viuda desde los veintiocho años, que sacó con su trabajo y esfuerzo adelante a un niño enfermizo y un tanto extraño: Josechu Vegaña Onieva.


Sospechoso de la perpetración del post: Charles Anthony Larsson

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